02 Ago Alcoholismo. ¿Qué nos enseña la literatura? Un análisis de The lost weekend, de Charles Jackson. Por Fernando Juárez García
¿Qué podemos leer en esta novela, además del fracaso de las buenas intenciones en cuanto a la moderación del consumo? ¿qué más podemos leer aparte de las “valentías” de un hombre ebrio?
The lost weekend es una novela que habla sobre un hombre serio, constante, nostálgico, y tremendamente aburrido de sí mismo. Si bien es cierto que al libro no le faltan aventuras, en cambio a su personaje le sobran cobardías.
A primera vista, se trata de una historia dura, sórdida, que testimonia el empuje al goce imposible de moderar. Tres días en la vida del héroe, en donde no se deja de beber y de sufrir. Pero, ¿de qué sufre el héroe si no de su propia claudicación?
Charles Jackson enseña, tal vez a su pesar, cuanto de conservador tiene la posición del alcohólico, a pesar de los vestidos de temeridad con que se adorna la historia.
La novela.
La novela es escrita por Charles Jackson a mitad de los años 30, durante un largo período de sobriedad del autor. Es decir, a diferencia de Lowry, la novela de Jackson es el resultado de un trabajo bien organizado, medido, ordenado e incluyendo los temas fundamentales, que para este autor, explican el problema del alcoholismo. Es una novela interesante, pero es también, un manual del alcoholismo.
Mientras que en la novela de Lowry, Bajo el volcán, lo que encontramos es un ambiente fantasmagórico, en donde las escenas se solapan unas a otras, confundidas en una ebriedad formal; en la novela de Jackson, nos encontramos con una sucesión de escenas bien organizadas, que construyen el relato y el personaje de modo analítico, sumando las piezas de la estructura, hasta dejarla perfectamente acabada.
La historia transcurre en Manhattan, durante un fin de semana, largo y perdido. The long weekend, era el primer título que Jackson quiso dar al libro, pero finalmente, a pedido de su editor, acabó siendo The lost weekend. Y si bien es cierto que el fin de semana es long, de jueves a lunes, la historia tiene más de lost, ya que su protagonista, Don Birnam, transcurre durante esos cinco días, alternando entre los vasos de whisky sucesivos e incontables, y las horas de sueño.
Se puede decir que todo es dormir en ese fin de semana, sueño y vigilia.
El héroe duerme mientras bebe y duerme en sus recorridos por la ciudad. Los encuentros con el otro están siempre bajo el velo del alcohol, bebido o por beber.
The lost weekend fue un éxito de ventas al salir publicada y pocos años después Billy Wilder hizo la película, por la que él mismo y el actor principal ganaron un Oscar. Al parecer, era la primera novela para el gran público en donde se explica al detalle la deriva de un alcohólico. Pero finalmente el libro fue olvidado, a diferencia de Bajo el volcán de Lowry, que todavía se considera un gran libro. Y tal vez la razón del olvido se deba a lo bien organizado del material de la historia. Todo se entiende muy claramente, la compulsión, la culpa, la sordera del protagonista a las buenas palabras de su familia, los robos, las mentiras, las aventuras temerarias a las que se entrega. Me dio la sensación, mientras leía la novela, de estar escuchando el relato angustiado que hace una madre o un marido, cuando hablan de un familiar que se dedica a beber. Quiero decir, pueden enumerar detalles y sumar anécdotas, pero es de otro de quien hablan, no de ellos mismos. En la novela de Jackson no hay enunciación de sujeto, si no más bien el recuento, el relato o la ilustración, que puede servir a esa familia para comprender de qué se trata ser un borracho.
Sin embargo, y más allá de estas críticas, es un libro que vale la pena ser leído, porque en algunos pasajes, algo es tocado, y se produce cierta transmisión de saber, al menos la transmisión sobre la impotencia del sujeto de moderar su consumo, y la impotencia del contexto en lograr esa misma moderación.
En la primera escena del libro, Don Birman, el protagonista, se está recuperando de lo que él llama su Orgía alcohólica. Mientras conversa con su hermano, en un apartamento con jardín en el centro de Manhattan, se reparten rápidamente las posiciones. Su hermano, Wick, intenta, sin ser explícito, llevarse a Don, y de este modo, no dejarle solo toda la tarde, con la posibilidad de que comience a beber otra vez. En el diálogo, no se hace alusión al alcohol, y tampoco hay palabras de reproche en boca del hermano. La invitación se hace desde las buenas intenciones, proponiendo un maravilloso Long weekend en el campo. Don, a pesar de los esfuerzos del hermano, logra quedarse Solo en casa, y como en la película, comienzan las travesuras. Nada más salir su hermano por la puerta, va hasta la cocina a robarse el dinero destinado al pago de la chica de la limpieza, veinte dólares que le servirán para poner en marcha su propio weekend.
Pero hay un detalle, una escena inmediatamente antes de que comience la aventura. “Sus dedos entraron en contacto con el canto de un librito que se hallaba en el intersticio del almohadón con el respaldo del sillón. Lo abrió para ver el título. Era un ejemplar del Dubliners de James Joyce, que su hermano estaba leyendo. Comenzó a leer al azar, articulando cuidadosamente las palabras por lo bajo y prestando especial atención a la forma de cada palabra, aunque sin fijarse en absoluto en el sentido de las frases. Obraba exactamente como en otras ocasiones similares en que, sintiéndose desesperado, salía en busca de alguna película francesa, y se pasaba toda una tarde en alguna sala cinematográfica mal ventilada, concentrando su atención en las conversaciones en francés de los actores, pues creía que unas horas de tal concentración, aunque no comprendiera el sentido de las frases, producía en él un efecto tranquilizador”. [1]
Esta es la operación que falla para Don Birman, en lugar de descansar en el sinsentido del lenguaje, toma el atajo del sentido que produce la embriaguez, porque al contrario de lo que podríamos pensar rápidamente, la embriaguez no produce el sin sentido, si no que lo redobla, extendiendo la red de significaciones e incluyendo cada elemento en una trama que pueda organizar el material sin pérdida.
Esta es la pasarela por la que el protagonista se desliza, de la convivencia insoportable, pero curativa, si se puede decir así, del sin sentido, a la borrachera de sentido. Dice “Por qué seré tan tonto? ¿Por qué resistir o esperar?. Miró a su alrededor, mientras elevaba las cejas enfrentando a un público imaginario, como un comediante. El mismo formaba ese público de varios centenares de personas que observaban al actor con desdén silencioso”. [2]
Es en este momento en donde comienza el show, el actor, bajo la mirada atenta del Otro, despliega la obra. Las referencias a la mirada del otro, a través de la suya propia son muchas a lo largo de la historia. Atrapado bajo esa mirada, recrea las escenas en donde él ocupa el lugar del actor indolente, o del músico virtuoso, del escritor célebre o como él mismo dice, del Artista porque sí.
Ya sentado en el primer bar, mientras bebía, dice. “Mientras Sam descorchaba una nueva botella, contempló el reflejo de su rostro en el espejo colocado detrás del mostrador. Era un rostro interesante, no cabía la menor duda. El espejo estaba lo bastante oscuro como para darle la impresión de que estaba observando a un extraño y no a su propia imagen. Miró la cara reflejada en el cristal, comenzando a estudiarla tan atentamente que se sorprendió casi al verla cambiar de expresión ante su escudriñadora mirada.
El rostro demostraba hasta el último de sus treinta y tres años de edad, pero no más. La frente amplia, los ojos oscuros, grandes y hundidos. Las aletas de su nariz algo larga y aquilina, temblaban ligeramente. De aspecto interesante, daban al rostro la apariencia majestuosa de un pura sangre. El bigote tenía el tamaño y la negrura necesaria; de haber sido algo más grande, se hubiera encontrado mirando a la cara trágica e interesante de Edgar Allan Poe. La boca, grande y de labios carnosos, reflejaba un rictus de amargura e infelicidad que resultaba muy atrayente”. [3]
En esta escena se coagula el personaje, que luego reproducirá hasta el mínimo detalle. Una amargura y una infelicidad atrayente. Así, atrapado bajo esa mirada, ocupando ese preciso espacio dentro de su economía subjetiva, Don transcurre todo el fin de semana. Así, se mueve en el goce que le produce su propia posición de perdedor. Una escena más viene a completar el cuadro, esta vez se trata de su infancia. “Los espejos parecían haber ocupado gran parte de tiempo en su vida. Recordó ahora uno: el del cuarto de baño del hogar paterno, perdido ya entre la bruma de los años. En su pubertad, a los catorce o quince años, solía escribir un poema todas las noches antes de acostarse; los comenzaba y los terminaba de una sola vez, aunque tuviera que permanecer levantado hasta las dos o tres de la madrugada. Ese espejo del cuarto de baño llegó a tener mayor significado que su propia cama. Por la noche, después de finalizar uno de sus poemas, ¿Qué podría haber sido más natural, necesario y urgente, que ir a mirarse al espejo y ver si había cambiado algo?”. [4]
Aquí tenemos una buena pista, más vale el espejo que la cama.
La voz del Superyo.
La voz áfona del superyo, que se deja leer en el relato de manera precisa, forma parte importante de la estructura del libro. En muchos pasajes, se da ese movimiento de ida y vuelta, entre una subida acelerada de la fantasía, proyectando libros e ideas, y la caída estrepitosa, empujada por el reproche, que se articula en la voz crítica del superyo.
Porque si bien podríamos pensar que la embriaguez produce desinhibición, aflojando la función de alerta y moderación del superyo, tal como lo entiende Freud en cuanto heredero del complejo de Edipo y garante del cumplimiento de la ley, sabemos también, gracias a Lacan, que a su vez refuerza, y de qué manera, esa voz, que además de crítica, empuja con obscenidad insistente al goce.
A partir de esto, podemos entender también la famosa frase de Lacan en cuanto a la rotura del matrimonio con el falo en la intoxicación. Porque esa ruptura del matrimonio, lo que produce, es una dificultad en poder incluir, dentro de una estructura fantasmática, la voz áfona del superyo, dejándolo como un resto real, imposible de dialectizar e incluir en la mecánica significante.
En las intoxicaciones por consumo, ya sea de alcohol o de otras drogas, se produce, para el sujeto neurótico, un aflojamiento de la función fálica, que le permitiría poder soportar, de mejor manera, esa voz que ordena al goce.
Y es esa voz insoportable, que se quiere acallar bebiendo, la que finalmente toma más fuerza, redoblando su naturaleza de obstáculo irreductible.
A partir de una idea para un libro, y del consecuente fantaseo con el éxito, dice “Se imaginó pilas de ejemplares en los escaparates de las librerías, formando pirámides. … De pronto sintió náuseas al considerar estúpidas todas esas ideas. ¿Cómo era posible que se hubiese dejado seducir por la fantasía hasta el punto de soñar una obra tan ridícula; de perpetrar, aunque fuera para su imaginación, algo tan rebuscado, idiota, falso, infantil y, peor aún, sentimental?”[5]
Porque cabe recordar que el superyo no sólo reprocha lo que se hace, si no también lo que se piensa. Del alcance del superyo no se escapa uno, y no solo porque se es culpable de lo hecho, si no que se es culpable de lo que se desea. Ya no se trata de la función que cumple el vigilante, del cual uno se puede esconder, evitando la pena de la ley.
Del ojo sin párpado del supeyo, no es posible ocultarse.
“Si no era una cosa era la otra, y nunca importaba cuál. Siempre algo de qué huir, fuera lo que fuese, por una u otra razón, como si hubiera nacido condenado a encontrar siempre algo que le indicara su culpabilidad en todo momento”. [6]
Mujeres.
No es hasta el final de la novela, que aparece con algo más de consistencia, la figura de una mujer. Helen, la novia del protagonista, ubicada en una posición de cuidadora y de punto de fuga hacia el que se dirige el sujeto, sin dar un paso.
Los obstáculos producidos por el beber, dejan a Don en una posición paradójica, le separan de la mujer, ya que la bebida, y sus orgías alcohólicas, como él las llama, funcionan como lo que ocupa el lugar que ella podría ocupar, y a la vez la convocan, una y otra vez, bajo el pedido de auxilio y la demanda de sus cuidados. Es excelente el modo en que está detallada la posición del sujeto frente a esta y otras figuras femeninas. Una de ellas le pregunta “¿Por qué me besas solamente cuando estás borracho?” o en otro pasaje, cuando describe la cantidad de veces que le propuso matrimonio estando ebrio. “Con infinita amargura pensó en aquellas oportunidades en que pidió a Helen que se casara con él, que llamara a su padre por teléfono para informarle que lo harían de inmediato, esa misma noche. En esos momentos sentíase terriblemente avergonzado al ver las lágrimas asomar a los ojos de su novia, mientras ella sonreía negando con la cabeza y en silencio.”
La mujer abnegada, más parecida a una madre que a cualquier otra cosa, entra y sale de la historia, solo para contabilizar las veces en que le recoge maltrecho, para recomponerlo y así, una vez más, dejarlo ir al encuentro de la otra, de la botella.
Otra mujer aparece en la novela, es la chica que conversa y hace beber a los clientes en el bar. Con ella la cosa es diferente, con ella Don se permite el lujo de ser galante, de inventar historias, incluso de proponerle salir a cenar. Por supuesto, la invitación se queda en eso, ya que mientras espera a que se haga la hora, bebe hasta perder el conocimiento, y así olvida, y elude, el encuentro con el otro sexo.
Hay un detalle interesante que recorre todo el libro, y es la ausencia total de erotismo o de deseo sexual por parte del protagonista hacia las figuras femeninas. Aunque hay una excepción en la historia, pero no viene del lado de lo femenino, si no desde el otro lado. Es la mirada, cargada de deseo sexual que le dirige el enfermero que le atiende durante su breve hospitalización. Don, en calzoncillos, con un ojo amoratado y el cráneo fracturado, después de haber caído por las escaleras del edificio en donde vive, es recorrido por la mirada insinuante del enfermero.
Podemos ver cómo, más que actos, hay acciones. Propuestas de matrimonio que solo se hacen bajo el empuje de la ebriedad, invitaciones a cenar que luego se olvidan, actos que no lo son porque no dejan huella ni tienen consecuencias. “De todos sus conocidos, de todos los amigos que le quedaban, solo una persona podía comprenderlo: Helen. Solamente ella sabía que no era responsable de sí mismo cuando se entregaba a la bebida”. [7]
Como nos recordaba Irene Dominguez en la sesión anterior sobre Lowry, “Una característica fundamental que se da en el fenómeno del alcoholismo es el efecto de ausencia, del borramiento de la presencia del sujeto. Mientras está ebrio, parece como si el sujeto no estuviera ahí. De tal modo que es muy difícil entonces ubicar una marca, algo que sea del orden de un acontecimiento. Todo transcurre en su ausencia, en una presencia evanescente, que está empujada a olvidar. “Beber para olvidar” es por tanto una frase que apunta más que al olvido de un suceso, al olvido del sujeto mismo”. Dice Jackson “La bebida de cada día borraba el anterior, siempre ocurría así, siempre…¿Y quién podría comprender la bendición que significaba tal cosa?.
Este libro es un valioso testimonio de esta cuestión. El sujeto se borra y se pierde bajo la ebriedad, produciendo un efecto de suspensión del tiempo, tal y como lo explicita Marlow en su novela. Son cinco días de borrachera, cada uno igual al anterior, con una única diferencia, la de la contabilidad impresa en el cuerpo. Es el cuerpo del borracho el único que no se pierde en la operación. En ese lugar se apuntan todas las copas, en el cuerpo del borracho no funciona la fórmula de Una es demasiado y todas son pocas. El deterioro físico se pone en primer plano, poniendo un límite al goce metonímico de los vasos. Si la contabilidad de las copas no se registra en el sujeto, si no se produce la inscripción ni hay suma posible, permaneciendo siempre en el uno de cada trago, en cambio es el cuerpo quien re introduce la falta, de manera real. Por eso podemos referirnos al toxicómano como un sujeto paciente y constante, que comprueba, una y otra vez que el goce, si bien apunta al infinito, siempre alcanza su límite. De este modo, de forma paradójica, aquello que intentaba eludir la castración, no hace más que reencontrarla, pero del peor modo, bajo un registro real, frente a la imposibilidad de la inscripción simbólica.
Los ensueños y la nostalgia.
Podemos pensar el personaje que crea Jackson inscrito bajo una lógica fálica. Atrapado, tal vez demasiado, en sus figuraciones ideales, la novela se puebla de fantaseos y no delirios, de grandeza y de culpa. Son frecuentes las escenas en donde el protagonista, solo en el salón del apartamento, se sienta en el sofá a beber e imaginar. Aislado y detenido en la soledad del salón, se entrega a los goces del pensar. Un ejemplo “A medida que se acrecentaba el volumen y la rapidez de la música, y mientras el whisky calentaba su estómago, se arrellanó en el asiento y, a sabiendas, se dejó arrastrar por su ensueño favorito, proyectándolo con lujo de detalles como si en un momento dado pensara dedicarse de lleno a llevarlo a la práctica. Se presentaba en el escenario del Carnegie Hall, sonreía, saludaba, tomaba asiento al piano y aguardaba la tarea…Observó la sala atestada de público, preguntándose con indiferencia cuántas personas se quedarían hasta el final de la función…las entradas estaban vendidas desde hacía mucho, los círculos musicales no hablaban de otra cosa, todo el mundo deseaba estar presente durante el desarrollo del extraordinario acontecimiento”. [8]
Las fantasías en donde él ocupa el lugar del artista aclamado son frecuentes, pero son esas mismas fantasías que lo ubican en un lugar amable para el Otro, las que le deslizan al otro lado de la cinta de Moebius, en donde el fantaseo toma un color melancólico, no exento de nostalgia, vocación preferida del ebrio. Es así como tanto vale soñar con ser la estrella del concierto o con la propia muerte y el efecto que en los otros pueda producir. Soñar con el propio funeral y estar ubicado, por fin, en el lugar del muerto, ajeno de todo riesgo, y embellecido por lo trágico de la pérdida. Poder estar allí sin tener que poner el cuerpo, o en todo caso, poniéndolo muerto.
Los ejercicios de nostalgia son también una versión de este fantasear. Recordar los tiempos pasados y embriagarse de ellos. Pero no necesariamente la nostalgia del pasado ha de venir articulada bajo una escena de paraíso perdido, si no que puede adoptar las figuras del dolor, en donde el goce se pone en juego de manera explícita, haciendo equilibrios en la línea que separa el placer del malestar. ¿Y de qué tiene nostalgia el héroe de la novela?, del día en que su padre les abandona, y más que de ese día, del día en que se da cuenta, con 10 años, que su padre no volvería, que los había dejado para siempre. Recuerda como las vecinas le paraban en la calle y le preguntaban dónde estaba su padre, y él decía, trabajando en la ciudad, pero volverá para navidad. Este recuerdo se enlaza con otro, que viene a redondear la escena, y es cuando encuentra la carta de su padre en donde dice que se marcha, y él, “levantó la vista hacia el espejo de la biblioteca para ver el efecto que el momento de crisis causara en su rostro”. [9] Así, desde pequeño, la imagen del niño lloroso, se repite a lo largo de su vida, primero en los espejos de la casa, y luego, en los espejos brumosos que están detrás de la barra.
Catálogo de miserias.
Recordemos que Jackson escribió la novela durante su período de sobriedad más largo. Se nota en ciertos pasajes del libro, su ánimo de educar o de dar información a la gente preocupada por este problema. Hay en el libro descripciones precisas de las prácticas habituales del bebedor cuando tiene que lidiar con su familia o con cualquier otro obstáculo que se interponga. En este sentido el libro pierde fuerza, y se convierte en un catálogo de detalles, que le puedan servir a la esposa o el marido para poder “comprender” lo que está sucediendo. Por ejemplo “ Se abotonó el chaleco, se puso en pie y guardó la botella en el bolsillo trasero del pantalón, palpando luego para ver si hacía mucho bulto. Volvió a sentarse. ¿Por qué infiernos no compró dos botellas, como solía hacerlo, de manera que si le quitaban una le quedara la otra? Siempre guardaba una en el bolsillo lateral de la americana, donde el bulto resultaba visible, y protestaba furioso cuando su hermano la descubría y se la quitaba. Retirándose luego ofendido a su cuarto, allí extraía la otra botella de su bolsillo trasero y la ocultaba. Recordó que escondía las botellas por todos lados”. [10]
Y una escena más, en donde estando ingresado en un hospital, después de haber caído por las escaleras y llevado por la ambulancia, el médico habla con un practicante, delante de Don, que les escucha en silencio. Dice el médico “No hay otra cura que la de cesar de beber, ¿y cuántos de ellos pueden hacerlo? No lo desean, ¿Comprende usted? Cuando se sienten mal, como éste, quieren dejar la bebida, pero su resolución es momentánea. No les es posible admitir que son alcohólicos o que la bebida les tiene dominados. Creen que pueden dejarla o tomarla cuando quieran…de modo que la toman. Si la dejan, por temor o cualquier otro motivo, sienten un bienestar tan extraordinario que se tornan demasiado confiados. Se libraron de la bebida, y están seguros de que pueden comenzar de nuevo, prometiéndose a si mismos tomar una o dos copas como máximo, y…bien, la historia vuelve a repetirse. Le aseguro que es un[11]a verdadera lástima”.
El final.
El libro tiene muchos aciertos, pero uno en especial y el más importante es el final.
Muchas son las aventuras del protagonista. Se emborracha en los bares, pide dinero, roba un bolso y lo atrapan, se duerme, vuelve a emborracharse, camina 7 kilómetros por la ciudad, débil por la resaca, intentando empeñar una pesada máquina de escribir para conseguir algo de dinero, cae por las escaleras, acaba hospitalizado y vuelve a emborracharse.
El libro podría haber terminado con el triunfo del bien , es decir, después del encuentro con la novia, de los cuidados abnegados de ella y de la recuperación del protagonista, podríamos esperar que ahora sí, que el sujeto hubiera aprendido la lección y dejará, al menos por un tiempo, de matarse.
Rescatado por el amor de los otros hacia él y de él a los otros. Incluido, por fin, en el lazo social nuevamente.
Pero en este punto Jackson es inteligente, e inventa otro final para el héroe. En lugar de la recuperación, lo que cierra el libro es más de lo mismo, es el empuje metonímico del goce que no se deja dialectizar ni reducir. No hay buenas intenciones que alcancen, ni amor de la mujer ni del hermano, ni riesgos, ni accidentes, ni ley.
Don escapa de la casa de su novia, algo recuperado, después de haber dudado si matar o no a la criada para sacarle la llave que encierra las botellas en el armario. Encuentra el dinero que creyó perdido en uno de los bolsillos de su chaqueta y se dirige, presuroso y con nuevos bríos a la tienda de bebidas. Allí compra media docena de botellas y regresa a casa, esconde algunas y deja otras para ser requisadas.
Ahora sí, otra vez bien aprovisionado y en paz, se mete en la cama a continuar con la única orgía a la que este sujeto presta su cuerpo, la orgía alcohólica
Resumen:
Texto presentado dentro del Ciclo Escrituras adictivas, realizado en la Librería Contrabandos, de Barcelona, en Junio de 2017. Ciclo a cargo de la Comisión del Grupo de investigación sobre Toxicomanías y alcoholismo.
Palabaras Clave:
Toxicomanías. Alcoholismo. TyA. Literatura. The lost weekend. Alcohol. Superyo.
Bibliografía:
Charles Jackson. Días sin huella. Ed. Guillermo Kraft. Buenos Aires 1946.
Blake Bailey. Farther & wilder. The lost weekend and literary dreams of charles jackson. Vintage books. New york 2013.
[1] Charles Jackson. Días sin huella. Ed. Guillermo Kraft. Buenos Aires 1946.Pag 16.
[2] Idem. Pag 16
[3] Idem Pag 21
[4] Idem Pag 22.
[5] Idem Pag 27
[6] Idem Pag 94
[7] Idem Pag 189
[8] Idem Pag 75
[9] Idem Pag 159
[10] Idem Pag 32.
[11] Idem Pag 150.